En nuestro décimo sexto día en Rusia nos tocaba vivir la extraordinaria experiencia de estar en dos continentes al mismo tiempo. A pocos kilómetros de Ekaterimburgo yacen los Montes Urales, considerados la frontera natural que existe entre Europa y Asia. En medio de ellos hay un monumento que honra aquella gran división. Al estar tan cerca, no podíamos dejar la oportunidad de visitarlo, como si estar en él nos permitiera despedirnos de lo conocido, que era Europa y entráramos a lo nuevo e intrigante: Asia.
Salimos del hotel de Ekaterimburgo sin prisa alguna. Eran las 12:20 de medio día y decidimos caminar a la estación de autobuses para despedirnos de la ciudad disfrutándola sin la velocidad de un carro. El cielo gris potenciaba los colores de la moderna ciudad con su río artificial (realmente es una represa) que enaltece la combinación de rascacielos con edificios pequeños que conservan el toque de inicios del siglo XX.Cincuenta minutos más tarde llegamos a la estación. Sin saber una pizca de ruso pero con la seguridad de viajeros experimentados, nuestro medio de comunicación era un post-it escrito por la recepcionista del Park Inn. La primera cajera con la que interactuamos nos señaló el exterior. Al parecer, debíamos comprar los boletos en las ventanillas de afuera. Lo intentamos de nuevo. Jorge volvió a entregar el post-it a otra vendedora, la cual nos escribió el precio a pagar y nos señaló el autobús que salía rumbo a Pervouralsk a la 1:30.
Cuando subimos al camión volvimos a enseñar nuestro destino por escrito a quien estaba recibiendo los billetes. Ella nos indicó con ademanes que nos sentáramos adelante, justo al lado del chofer. Antes de que se bajara, le dijo al conductor a dónde íbamos. Al salir de Ekaterimburgo vimos la hora, sabíamos que el lugar estaba como a cuarenta minutos y empezamos a calcular el tiempo. A las 2:10 pasamos por un “museo” o más bien un conjunto arquitectónico que conserva el diseño de las comunidades rusas del siglo pasado. Un diminuto pueblo similar al que vivía Tevye del Violinista en el tejado. Con la iglesia y las casas todas hechas de madera cuyo predominante color es el café intenso de los troncos. Quince minutos después el chofer se paró frente a un mini monumento, abrió la puerta y nos indicó con señas que siguiéramos el sendero.
Nos bajamos en medio de la nada. Ni siquiera había una parada de autobús, simplemente una carretera rodeada de gigantescos pinos infinitos que cambiaban de color verde a amarillo y naranja. Caminamos un poco para ver un poste de cemento un escaso metro, metro y medio. ¿Sería esta pequeñez la causa por la que viajamos una hora y decidimos pararnos en un lugar tan desolado? Después de un par de fotos, seguimos el camino y encontramos el verdadero monumento que honra la división entre los continentes. Aquello era grande, pero comparado con la inmensidad del bosque que lo rodeaba, seguía siendo insignificante. Jugamos un poco con la línea divisora, Tomamos más fotos y videos. Apenas habían pasado cinco minutos y otra vez nos acompañó silencio. El frío y los nervios empezaban a hacer de las suyas, no pude disfrutar la belleza de aquella maravilla natural por la incertidumbre de la situación. Nada más había una torre de control, bancas para sentarse, una herrería de corazón cubierta de candados y un poste con letreros erguidos que indicaban diferentes destinos: Ekaterimburgo: 30 km. 5km: el pueblo más cercano, impronunciable para nosotros.Había varios caminos por el bosque intimidante y misterioso. Pero la carretera casi desierta nos dio más seguridad, caminamos unos minutos… Nada. Nada se veía cerca. Regresamos a la torre de control donde un guardia nos confirmó (como pudo) que en quince minutos veríamos el pueblo. Caminábamos callados. Con un comentario forzado para romper el hielo provocado por la ansiedad. Pasadas las cinco de la tarde salía nuestro tren de Ekaterimburgo rumbo Irskurst. Finalmente vimos unas chimeneas, después una gasolinera. cruzamos la carretera para preguntar en un café. Entramos. Un joven nos atendió con señas y palabras modificadas. Sin inglés y menos español, Jorge pudo decirle que íbamos a Ekaterimburgo gracias a un billete cuyo dibujo representaba esta ciudad. Nos acompañó afuera del bar para indicarnos dónde estaba la parada. Jorge simuló un reloj en su muñeca izquierda para preguntarle en cuánto tiempo. El muchacho nos escribió en la calculadora del iPhone,15-20. Vimos pasar un camión con nuestro rumbo, pero todavía no llegábamos a la parada. Eran las tres cuando preguntamos; nuestro taxi programado pasaría a recogernos al hotel al quince para las cuatro y nosotros, todavía sin forma de regresar a la ciudad. Vimos pasar rumbo al pueblo dos autobuses, concluimos que tenían que volver. Esperamos en la parada, un carro se detuvo por si queríamos raite, pero no nos atrevimos. A lo lejos vimos el camión, esperamos, levantamos la mano y se paró.